Van a cumplirse 30 años del lanzamiento de esa canción tan conocida en la que el muy famoso Coque Malla al tiempo de despedir al padre le pedía “un poco de dinero más”. Nunca he sido capaz de comprender la historia que narra la canción, pero la demanda estaba bien clarita, repetida hasta la saciedad, más dinero. El para qué lo pedía nos lo debemos imaginar. A pesar de todo, no crean que la letra de esta canción ni su exigencia son tan absurdas como podrían parecer.
Un ente de naturaleza política necesita disponer de recursos que le permitan llevar a cabo el cometido para el que fue instituido. No es posible entender un estado, mucho menos uno moderno, que no disponga de recursos con los que cumplir su función. Normalmente una parte significativa de los recursos de los que dispone ese ente de naturaleza política los obtiene de las personas, físicas y jurídicas, que habitan en el territorio del ente político o que desarrollan allí sus actividades económicas. Y el nivel de recursos que maneja suele estar en consonancia con los servicios que presta a esos mismos habitantes. A esos recursos que obtiene los denominamos, al percibirlos el ente, impuestos. Al emplearlos los llamamos gasto público. Han sufrido una transformación, se cobran con un nombre y se pagan con otro. Todo muy sutil, quizá para que no identifiquemos que lo otro, el gasto, está identificado con lo uno, los impuestos.
Todo el mundo sabe que no puede gastar lo que no tiene, pero también sabe que cuanto más tiene más puede gastar. Y lo que tiene depende de lo que ingrese. A mayor ingreso, mayor capacidad de gasto. Es así de sencillo. Aparentemente es muy simple, aunque no tan fácil en la vida real. Y menos aún para algunos privilegiados como van a comprobar.
Algunos políticos, para hacerlos más asequibles, pretenden domesticar los asuntos públicos, por asemejarlos al gobierno de un hogar. Pero no quieren tener en cuenta que deberían aplicar, a semejanza de lo que ocurre en ese hogar imaginario, que para comprar ciertos bienes hay que endeudarse, que gastar en la educación de los hijos es lo más importante o que los frutos del esfuerzo cotidiano no se destinan a comprar artículos inservibles para la familia. Y a veces nos llevamos la sorpresa de que esos domesticadores se gastan lo que no tienen en cosas que no son necesarias, para lo que se endeudan a troche y moche. El ejemplo que cito a continuación no es el único ni el más destacado ni tan siquiera el menos entendible, pero es, en cualquier caso, sorprendente por lo que representa. El Instituto Valenciano de Finanzas (IVF), dependiente de la Generalitat valenciana, ha decidido comprar el estadio de fútbol Rico Pérez de Alicante que solo servía para dar cobijo a un equipo en declive, en una subasta pública de bienes de una empresa en concurso de acreedores, empresa propiedad de una persona envuelta en diversos procesos judiciales. Dicen que se han pagado casi 4 millones de euros para intentar salvar 18 millones prestados con anterioridad, ¿quién decidió esos préstamos?
Los fondos que maneja el IVF citado proceden de los impuestos, ya sean de los cobrados por la Generalitat o de los transferidos por la Administración General del Estado. Impuestos en cualquier caso. La vinculación entre impuestos y gasto público pone de manifiesto que el aprovechamiento de aquellos está sujeto a la crítica, pues su destino es, cuando menos, cuestionable. Cada uno tendríamos nuestra escala de valores que, de aplicarse, nos llevaría a configurar una lista de prioridades diferente para proponer a qué destinarlos. Esta tarea de establecer las prioridades las delegamos en los representantes políticos y una de las razones principales por las que apoyamos a unos u otros es por el destino que deciden o proponen dar a esos recursos que contribuimos a acopiar y ponemos en manos de los entes políticos.
Y citaba los cobrados directamente o los transferidos por la Administración General del Estado porque la financiación de nuestras comunidades autónomas es variada, muy variada. Tan variada, que tenemos dos grandes modelos y, a su vez, uno de ellos dividido en tres submodelos. Los grandes modelos son el foral y el común. El foral es el que se aplica en País Vasco y Navarra. El común se aplica en las restantes 15 comunidades autónomas y las 2 ciudades con estatuto de autonomía, aunque a su vez, una de las comunidades autónomas, Canarias, tiene especificidades y las ciudades con estatuto de autonomía también, pues incorporan aspectos propios de las haciendas locales. Si quieren ilustrarse sobre los modelos de financiación autonómica, aquí pueden hacerlo. Es un tema apasionante para aquellos que gusten de lo relativo a la hacienda pública y para aquellos que tengan afecto por lo federal. Descubrirán que muy poco es lo que parece.
Cuando en 1978 los españoles nos dotamos de una Constitución democrática, digna de ese calificativo, nadie estimó que se llegaría a dividir la totalidad del territorio en comunidades autónomas ni como se iban a financiar, salvo por lo que al sistema foral se refiere. Éste, el sistema foral, consiste en que las dos comunidades que lo aplican recaudan los tributos, de carácter general, e ingresan al Estado una cantidad, decidida de antemano, para cubrir el coste de los servicios que cubre el Estado. Esa es la cantidad que denominamos cupo. Y corresponde, teóricamente, a servicios que las propias comunidades autónomas no asumen, como son los de defensa, asuntos exteriores, una parte de los relacionados con la justicia, etc. Para los territorios de régimen común se ha ido perfilando un sistema, acomodaticio donde los haya, en el que las comunidades que lo aplican recaudan o gestionan aquellos impuestos que les cede el Estado y perciben además unas cantidades, las llamadas transferencias, para asegurar un mínimo nivel homogéneo en los servicios que prestan.
Pues bien, vaya por delante mi opinión sobre los sistemas aplicados, para que nadie se lleve a engaño sobre ello. El régimen foral, basado en la disposición adicional primera de la Constitución, me parece insolidario, pues no incorpora uno de los principios fundamentales que debe tener el sistema tributario en nuestro país, según la propia Constitución, y es el de su capacidad redistributiva para contribuir a reducir las desigualdades entre ciudadanos y territorios, que un sistema fiscal progresivo supone. Y el régimen común me parece un método falto de la armonía propia de un estado federal, aunque pretendamos parecernos a estos, y está sujeto de forma permanente a vaivenes de orden político con el agravante del mínimo ya establecido, con el que se aplica el famoso dicho popular del, santa Rita lo que se da no se quita.
Pero todo este galimatías no nos debería causar mohína si las normas, surgidas bajo unas determinadas premisas políticas y en unas determinadas circunstancias históricas, se hubieran ido adaptando a los nuevos tiempos, a las nuevas circunstancias políticas, a nuestra pertenencia a la Unión Europea y al concepto de responsabilidad fiscal. Y es que sobre esta materia se ha escrito algo, se suele hablar poco y no se difunde casi nada. Quizá porque dejando el asunto en manos “técnicas”, con poca luz y menos taquígrafos es posible malear el sistema a conveniencia y hurtarlo del debate ciudadano, máxime cuando algunos pretenden amparar en un ineficiente sistema supuestos agravios comparativos que no responden a la realidad.
Y cuando se debate la reforma del sistema común, que llega con un retraso de años por culpa de la crisis, me cachis con la crisis, nos enteramos de que se va a aprobar una modificación de concierto con el País Vasco, el famoso cupo, que se va a reducir en nada menos que un 33% anual y con el añadido de devolver de lo pasado otros 1.400 millones de euros por unos “ajustes contables”. Todo ello permite disponer de más fondos sin asumir el coste político de aumentar los impuestos. De golpe y porrazo le han resuelto el déficit público al País Vasco.
¿Cuestan menos los servicios exteriores?, ¿cuesta menos la defensa?, ¿cuestan menos las instituciones penitenciarias?, ¿por qué se reduce el cupo? Este paso atrás no significa más que una mayor insolidaridad entre los ciudadanos del país y un mayor desequilibrio en las cuentas del Estado. Si contáramos con un estado federal estas cosas no pasarían. Y este asunto del cupo va a traer mucha cola, al tiempo.